martes, 2 de agosto de 2011

LA BIBLIA COMO LITERATURA. I PARTE.

A. J. Levoratti

Desde los tiempos más remotos existen poemas y escritos en prosa que hoy calificamos de «obras literarias». Pero hasta finales del siglo XIX no se contaba con una palabra que abarcara todos esos textos. Los griegos empleaban términos que designaban géneros literarios específicos, como «epopeya», «tragedia», «comedia», «historia» o «biografía».

Los antiguos hebreos hablaban de «proverbios», «alabanzas», «crónicas», «memorias» o «cantos», sin definir con mucha precisión el significado de esos términos. La tradición cristiana, por su parte, llamó «evangelios» a las obras que llevan los nombres de Mateo, Marcos, Lucas y Juan.

Todos estos escritos, y muchísimos otros procedentes de distintas épocas, reunían ya las características que hoy se atribuyen a las obras literarias, pero sólo a partir de la fecha antes indicada se introdujo en el lenguaje corriente la palabra «literatura» para abarcar la totalidad de esa clase de escritos.

Hoy nos hemos familiarizado con obras literarias pertenecientes a distintos géneros y podemos identificar los textos que suelen incluirse bajo el epígrafe de «literatura». Pero aún no ha logrado responderse de manera plenamente satisfactoria a la pregunta: ¿Qué es literatura?

En una primera aproximación podría decirse que la literatura es «el arte de la palabra». Esta descripción se funda en la materia que constituye las obras literarias. Así como la pintura utiliza los colores y la música los sonidos, así las obras literarias están hechas de palabras. Bajo este aspecto, un texto literario coincide con cualquier otra forma de expresión verbal. Pero en las obras literarias las palabras están dispuestas de tal manera que constituyen una obra de arte.

Esta descripción puede valer como una primera aproximación, pero deja en suspenso numerosas cuestiones. No dice, por ejemplo, en qué difiere la poesía de la prosa, ni proporciona un criterio para distinguir la literatura del lenguaje corriente. Es decir, no responde a la pregunta crucial: ¿En virtud de qué factores una construcción verbal llega a ser una obra de arte?

Otra aproximación al hecho literario cree acercarse más a su realidad más profunda cuando lo define como «un tipo especial de comunicación». La palabra clave es aquí el adjetivo «especial», que se refiere concretamente al carácter estético del discurso que establece la comunicación.

A diferencia de otros actos de comunicación, que tienen casi siempre un carácter pragmático o utilitario, la comunicación estética es desinteresada. Es decir, su principal finalidad es causar placer, aunque también puede –colateralmente– producir otros efectos (como el de promover un determinado estilo poético, el de enriquecer la sensibilidad estética del lector o el de servir a la difusión de ideas y experiencias).

Otros teóricos pretenden eliminar del lenguaje científico la palabra literatura, por considerar que expresa un concepto ideológico. Según ellos, se habla de literatura para designar el conjunto de textos valorados por una sociedad, y resulta inevitable que esa valoración esté ideológicamente determinada. Incluye arbitrariamente las obras que se ajustan a determinados criterios, y excluye o margina, con la misma arbitrariedad, los escritos que no responden a los cánones convencionalmente establecidos.

De ahí que se haya propuesto sustituir el vocablo «literatura» por la expresión «práctica significante». Así quedaría descartada una palabra que lleva en sí una pesada carga ideológica y se emplearía en lugar de ella un término ideológicamente neutro.

El principal inconveniente de esta última expresión es que resulta demasiado genérica. «Práctica significante», en efecto, no es solamente lo que habitualmente se caracteriza como «literatura», sino toda actividad que recurre al empleo de signos.

Por otra parte, la carga ideológica no radica en las palabras tomadas aisladamente, sino en el uso que se hace de ellas. Las vanguardias estéticas chocan al comienzo con resistencias y críticas desfavorables, debido a la presencia de hábitos inveterados que se niegan a aceptar cualquier innovación. Pero una vez que logran imponerse, suele producirse el fenómeno contrario.

Las convenciones propias del estilo predominante en épocas anteriores o en otras corrientes estéticas se consideran artificiales, arcaicas o decadentes, y la afirmación del nuevo estilo no implica la eliminación de toda ideología, sino la sustitución de una ideología por otra.

En épocas más o menos recientes los métodos de análisis literario han tenido un extraordinario desarrollo y han surgido nuevas escuelas y corrientes de investigación. Estos nuevos enfoques han hecho sentir su influencia en el campo de los estudios bíblicos, y hoy es frecuente encontrar acercamientos a los textos de la Escritura que se inspiran en los nuevos métodos.

Los autores de la Biblia han dejado muestras claras de su interés por la forma en que transmiten su mensaje. Esta conciencia de la importancia del cómo expresar y comunicar un mensaje es lo propio de la función literaria.

Con estas dos primeras aproximaciones, aunque imperfectas, podemos introducirnos ahora en el tema que nos interesa: «La Biblia como literatura».

La competencia lingüística.
Cuando una persona escucha una frase o una serie de frases, puede captar su significado porque lleva al acto de la comunicación lingüística un repertorio notable de conocimientos conscientes e inconscientes.

Aunque oiga esas frases por primera vez, su conocimiento de los sistemas que constituyen la lengua (fonológico, sintáctico, semántico) le permite convertir los sonidos en unidades discretas, reconocer las palabras, interpretar las estructuras oracionales más complejas. La práctica del lenguaje en una determinada comunidad idiomática ha hecho que se deposite y exista virtualmente en su cerebro un sistema gramatical, y esa competencia lingüística lo habilita para emitir e interpretar un número potencialmente ilimitado de nuevas construcciones verbales.

Este simple hecho de experiencia muestra que el uso del lenguaje, incluso en la conversación más trivial, es un proceso de constante creación, cuya principal característica consiste en producir e interpretar nuevos enunciados en distintas circunstancias y con los fines más diversos.

Es preciso aclarar, sin embargo, que la creatividad puesta en acción por la persona que habla o escucha una lengua no es una creación a partir de la nada. Cuando alguien habla o escribe, algo nuevo acontece, pero la novedad de ese acontecimiento se inscribe en la intersección de varias realidades complejas y heterogéneas: la historia, el lenguaje, la cultura, el «autor».

En consecuencia, no tiene sentido concebir al escritor o al hablante como el origen absoluto de su propio discurso. Tampoco se puede apelar sin más al acto creador de un sujeto plenamente consciente de todas sus intenciones y de todos sus medios expresivos, que produce con entera libertad y en todas sus piezas una obra concebida de antemano al margen del lenguaje.

La mejor prueba de esta imposibilidad es la insatisfacción que suelen experimentar los poetas cuando comparan la obra realizada con la que habían soñado producir.

Hablar es expresarse en una lengua, y toda lengua es un hecho social, un código compartido socialmente y una actividad gobernada por las reglas de una gramática.

Por la misma condición esencial del lenguaje –que es la comunicación–, cada acto lingüístico se estructura sobre la base de modelos preexistentes, de manera que sin el conocimiento de la lengua resultaría imposible la comunicación verbal.

Los grandes creadores –Dante, Cervantes, Shakespeare, Góngora, Dostoievski– erosionan con frecuencia los cánones lingüísticos e imprimen de ese modo en sus escritos el sello particular de su estilo. Pero, sobre todo, utilizan en el grado más alto las posibilidades expresivas del idioma. En tal sentido se puede repetir con Humboldt y Croce que en realidad no se aprende una lengua, sino que se aprende a crear en una lengua; es decir, las palabras y las reglas lingüísticas son los elementos que nos proporciona el lenguaje para decir lo que nadie había dicho antes.

PARA TRABAJAR EN EL TALLER.
La lectura del siguiente texto le permitirá formarse una idea de su competencia lingüística. Cuente las palabras cuyo significado ignoraba y subraye las frases o expresiones que no le resultaron del todo claras. Luego podrá hacer lo mismo con algún texto bíblico. Por ejemplo, con el Salmo 16, en la versión de la Biblia que usted utiliza habitualmente. El siguiente pasaje está tomado de: Rainer Albertz, Historia de la religión de Israel en tiempos del Antiguo Testamento-II (Madrid: Trotta 1999), p.467.(i)

Situación de los deportados a Babilonia
«Si para los que habían quedado en la tierra la desaparición del reino de Judá supuso una oleada de dificultades cada vez más acuciantes, para los deportados a Babilonia el destierro significaba, prácticamente, una pérdida de identidad y el más profundo desarraigo personal y social. No sólo habían perdido su patria, sino también todas sus posesiones y, en la mayoría de los casos, su influyente posición social.
Familias enteras se habían visto desgarradas, o privadas de sus más sagrados vínculos de sangre y de vida. Con inconmensurable amargura tenían que vivir la cruel separación de sus hermanos y la incautación de sus bienes (Ez 11.15; 33.24). Sólo la sensación de haber sido violentamente secuestrados mantenía viva su esperanza en un inmediato retorno y en una revisión de lo que realmente había sucedido».

(La imagen superior representa al pueblo judío deportado a Babilonia)

 

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