martes, 27 de marzo de 2012

LA MITOLOGÍA GRIEGA EN LA LITERATURA UNIVERSAL.

La mitología griega ha servido de inspiración a las artes del mundo occidental que abarcan la literatura, la pintura, la escultura y la música entre otras. En ella encontramos a héroes y dioses que poseen las virtudes, las pasiones, las cualidades y defectos de los seres humanos que jamás cambiarán. Es por eso que varias de aquellas obras que se realizaron con posterioridad al período griego que se enmarca en la llamada "antigüedad" en la historia han sido consideradas como clásicas.

En esta ocasión he escogido una obra de la gran escritora contemporánea Marguerite Yourcenar, muy conocida en el ámbito literario nacional como internacional como extraordinaria literata y profunda investigadora del helenismo. Su nombre recorrió el mundo después de publicar "Las memorias de Adriano", una de las obras cumbres del siglo XX que algunos críticos literarios consideran incluso como la mejor obra del siglo pasado. Ese libro, como otros de M. Yourcenar, están fuertemente influidos por la cultura griega. A esta intelectual belga también se le debe el mérito de haber traducido los poemas de Constantino Kavafis que hasta entonces permanecía oculto a los ojos del mundo. Pero vamos a lo nuestro. La obra que leeremos a continuación está basada en un personaje mitológico que de acuerdo a las teorías arqueológicas de Schliemann, pudo haber sido perfectamente real.

El nombre de Clitemnestra nos remonta a los poemas homéricos. Una reina del Peloponeso casada con Agamenón, el gallardo y soberbio general de los griegos o aqueos en el sitio de Troya ("la Ilíada") es también prima de Helena, la raptada reina aquea por culpa de la cual se provocó la famosa guerra conocida como troyana. El esposo de Helena, el indulgente rey Menelao es su cuñado ya que es hermano de Agamenón.

En la literatura griega, Clitemnestra, personaje protagónico de varias obras trágicas es una mujer que simboliza la pasión. Ciega de rabia porque su esposo sacrifica a la hija mayor de ambos, Ifigenia, para que los dioses favorecieran a los aqueos en la guerra, toma como amante a Egisto, un primo joven de su marido, que por razones familiares, rivaliza con Agamenón. Cuando este último regresa de la guerra tras diez años de ausencia acompañado de su amante, Casandra, la princesa troyana cautiva, hija del derrotado rey Príamo y conocida por sus dotes de profetisa, Clitemnestra decide vengarse. Con su amante, Egisto, deciden asesinar al recién llegado rey, Agamenón, a pesar de que todavía viven en el palacio micénico los tres hijos restantes de su boda real. Ellos son Electra, Crisotemis y Orestes quienes, sin lugar a dudas, se enteran del asesinato de su padre.

De acuerdo a las versiones literarias que nos han llegado hasta nuestros días, tanto en La Odisea como en las tragedias griegas, Clitemnestra sigue gobernando como reina en Micenas junto a su amante. Sin embargo, el rencor profundo de su hija Electra, quién no perdona a la madre por su indecorosa conducta, por decir lo menos, espera la llegada de su hermano Orestes, quién fue enviado al extranjero después de la muerte de su padre para que éste mate a Clitemnestra y a su amante. De acuerdo a los documentos literarios antiguos de los helenos, Orestes cumplió con los deseos de su hermana al regresar ya adolescente al reino de Micenas. Se supone también que después de un cierto período de tiempo en el que es atormentado por las furias, los dioses del Olimpo se compadecen de su cruel destino y lo perdonan.


COMPRENSIÓN DE LECTURA.

En la literatura griega Clitemnestra simboliza ...

El esposo de Clitemnestra sacrificó a su ...,  Ifigenia.

En reacción a la acción de su esposo, Clitemnestra toma como ... a Egisto.

La princesa troyana cautiva, hija del rey Príamo, se llamaba Casandra y era conocida por sus dotes de ...
 
Clitemnestra gobernaba como reina en ...

Electra, hija de ... esperaba la llegada de ..., para que ... a Clitemnestra y a su amante.

...fue atormentado por las furias.


Margarite Yourcenar medita y profundiza largamente el personaje de Clitemnestra. Hay un hecho que ocurre en la vida de la reina micénica que no pasa inadvertido a la brillante escritora. ¿Por qué la reina asesina y su amante nunca fueron enjuiciados y permanecieron en palacio de algún modo amparados por el silencio del pueblo?

Esta es la versión de Marguerite Yourcenar al respecto. Este cuento
se titula:


"CLITEMNESTRA O EL CRIMEN"

 Linkografía:

http://www.elforolatino.com/f85/la-mitologia-griega-en-la-literatura-universal-269/



"CLITEMNESTRA O EL CRIMEN"


Voy a explicarles señores jueces.... Tengo ante mí innumerables órbitas de ojos; líneas circulares de manos puestas en las rodillas, de pies descalzos descansando en la piedra, de pupilas fijas de donde mana la mirada, de bocas cerradas donde el silencio madura un juicio. Tengo ante mí audiencias de piedra. Maté a aquel hombre con un cuchillo, dentro de la bañera, con ayuda de mi miserable amante que ni siquiera era capaz de sujetarle los pies. Ya conocéis mi historia: no hay ninguno de vosotros que no la haya repetido veinte veces al acabar la copiosa comida, acompañada del bostezo de las sirvientas, ni una de vuestras mujeres que no haya soñado ser alguna vez Clitemnestra. Vuestros pensamientos criminales, vuestras ansias inconfesadas ruedan por los escalones y vienen a derramarse en mí, de suerte que una especie de horrible vaivén hace de vosotros mi conciencia y de mí vuestro grito. Habéis acudido aquí para que la escena del asesinato se repita ante vuestros ojos un poco más rápidamente que en la realidad, pues os espera el hogar y la cena y sólo podéis dedicar unas cuantas horas a oírme llorar. Y en ese corto espacio de tiempo es preciso que no sólo mis actos, sino que también sus motivos estallen a plena luz, aun cuando para afirmarse han necesitado cuarenta años. Esperé a aquel hombre antes de que tuviera un nombre, un rostro, cuando aún no era sino mi lejana desgracia. Busqué entre la multitud de los vivos a ese ser necesario a mis futuras delicias: miré a los hombres sólo como se mira a los transeúntes que pasan por la taquilla de una estación, para asegurarse que no son las personas que uno está esperando. Si mi nodriza me envolvió en pañales al salir de mi madre, fue para él; si aprendí a contar en la pizarra del colegio, fue para poder llevar las cuentas de su casa de hombre rico. Para alfombrar el camino donde tal vez se posaría el pie del desconocido que haría de mí su sierva, tejí sábanas y estandartes de oro; de tanto afanarme, dejé caer de cuando en cuando en el blando tejido unas gotas de mi sangre. Mis padres me lo escogieron, y aunque él me hubiera raptado a espaldas de mi familia, yo hubiera seguido obedeciendo al deseo de mis padres, puestos que nuestros sueños de ellos provienen y el hombre que amamos es siempre aquel con quien sueñan nuestras abuelas. Le dejé sacrificar el porvenir de nuestros hijos a sus ambiciones de hombre: ni siquiera lloré cuando murió nuestra hija. Consentí en deshacerme en su destino como una fruta en una boca, para aportarle sólo una sensación de dulzura. Señores jueces, vosotros lo conocisteis ya ajado por la gloria, envejecido por diez años de guerra, convertido en una especia de ídolo enorme desgastado por las caricias de las mujeres asiáticas, salpicado por el barro de las trincheras. Sólo yo estuve con él en su época de dios. Era muy dulce para mí llevarle, en una bandeja grande de cobre, el vaso de agua que derramaría en él sus reservas de frescor; era dulce para mí, en la ardiente cocina, prepararle los platos que colmaría su hambre y alimentarían su sangre. Era muy dulce para mí, entorpecida por el peso de la simiente humana, poner las manos sobre mi vientre hinchado donde fermentaban mis hijos. Por la noche, cuando volvía de la caza, yo me arrojaba con alegría sobre su pecho de oro. Pero los hombres no están hechos para pasar toda la vida calentándose las manos al fuego del mismo hogar: partió hacia nuevas conquistas y me dejó allí, abandonada como una casa enorme y vacía que oye latir un inútil reloj. El tiempo pasado lejos de él se perdía, gota a gota o a chorros, como sangre desperdiciada, dejándome más pobre de porvenir cada día. Algunos soldados ebrios que venían con permiso me contaban la vida que él llevaba en los campamentos de la retaguardia. El ejército de oriente se hallaba infestado de mujeres: judías de Salónica, armenias de Tiflis cuyos ojos azules engarzados en sombríos párpados recuerdan el fondo de una gruta oscura, turcas pesadas y dulzonas como los pasteles en cuya composición entra la miel recibía cartas los días de aniversario; mi vida transcurría espiando por el camino el paso del cartero cojo. De día, luchaba contra la angustia; de noche, luchaba contra el deseo; sin cesar, luchaba contra el vacío, forma cobarde de la desgracia.. Pasaban los días uno tras otro por las calles desiertas como una procesión de viudas; la plaza del pueblo parecía negra con tantas mujeres de luto. Yo envidiaba a aquellas desgraciadas por no tener más rival que la tierra y por saber, al menos, que su hombre dormía solo. Yo vigilaba en lugar del mío los trabajos del campo y los caminos del mar; recogía las cosechas; mandaba clavar la cabeza de los bandidos en el poste del mercado; utilizaba su fusil para dispararle a las cornejas; azotaba los flancos de su yegua de caza con mis polainas de tela parda. Poco a poco, yo iba ocupando el lugar del hombre que me faltaba y que me invadía. Acabé por contemplar, con los mismos ojos que él, el cuello blanco de las sirvientas. Egisto galopaba a mi lado por los eriales; tenía casi la edad de ir a reunirse con los hombres; me devolvía la época de los besos entre primos perdidos en el bosque, durante las vacaciones de verano. Yo lo miraba menos como un amante que como a un niño que hubiera engendrado en mí la ausencia; pagaba sus gastos de guarnicioneros y caballos. Infiel a mi hombre, seguía imitándolo: Egisto no era para mí sino lo equivalente a las mujeres asiáticas o a la innoble Arginia. Señores jueces, no existe más que un hombre en el mundo: los demás no son más que un error o un triste consuelo, y el adulterio es a menudo una forma desesperada de la fidelidad. Si yo engañé a alguien fue con toda seguridad al pobre Egisto. Lo necesitaba para percatarme de que hasta qué punto el que yo amaba me era irremplazable. Cansada de acariciarlo, subía yo a la torre para compartir el insomnio del centinela. Una noche, el horizonte del este empezó a arder tres horas antes de llegar la aurora. Troya ardía: el viento que volaba de Asia transportaba sobre el mar pavesas y nubes de ceniza; las fogatas de los centinelas se encendieron en las cimas: el monte Athos y el Olimpo, Elpindo y el Erimanto parecían hogueras; la lengua de la última llama se posaba frente a mí en la pequeña colina que desde hace veinticinco años me tapaba el horizonte.

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